Sábado, Maio 18, 2024

La virtud de la Prudencia y el éxito del Segundo Concilio Ecuménico Vaticano

Nota do Editor: Artigo importante escrito por Mons. Joseph Clifford Fenton que serve para corrigir duas posições extremadas na leitura do Concílio e dos acontecimentos que se seguiram. A primeira julga que é censurável qualquer crítica a pastoral do Concílio Vaticano II como um fracasso prudencial, este é o posicionamento progressista, que vê o Concílio como um sucesso incompreendido. A segunda julga, de maneira simplista, que a partir do fato de um Concílio não ser exitoso em sua pastoral segue-se que sua doutrina é errônea, numa aplicação absoluta da frase de Cristo “toda árvore boa produz bons frutos”, este é o posicionamento dos tradicionalistas. Mons. Fenton no ano de 1962, embora acreditando na infalibilidade da doutrina exposta no contemporâneo Concílio, não apresenta uma visão necessariamente otimista de seu resultado pastoral.

 

La virtud de la Prudencia

y el éxito del Segundo Concilio Ecuménico Vaticano
 

El Concilio Vaticano II, el número veintiuno en la historia de la Iglesia Católica, está programado para reunirse prácticamente al mismo tiempo que este número del American Ecclesiastical Review está siendo entregado a sus lectores. A través de los últimos meses y particularmente durante los días inmediatos anteriores a la apertura del Concilio, se les pidió a los fieles que recen con mucho fervor por el éxito de esta reunión. Pero, en cuanto he podido ver, estuvo ausente la nota particular de urgencia que se requiere en estas oraciones en razón de la naturaleza del evento.
 

Teniendo en cuenta lo que se ha dicho y, aún más importante, por lo que se ha escrito sobre el tema del concilio desde que el Papa Juan XXIII lo anunció por primera vez el domingo de Septuagésima de 1959, parecería que muchos, sino la mayoría de los miembros de la Iglesia, y una gran cantidad de entre los no-Católicos que no son particularmente hostiles hacia la Iglesia, se imaginan que el Concilio va a ser automáticamente un éxito y que, por lo tanto, no hay necesidad específica de oraciones para alcanzar los fines para los que fue concebido y convocado. Muchos parecen haberse imaginado que el llamado a un concilio ecuménico es como apretar un botón mágico que eliminaría automáticamente y sin dolor todas las dificultades que enfrentó la verdadera Iglesia de Jesucristo durante la segunda mitad del siglo XX. Y como es obvio del estudio de la historia de los anteriores concilios generales y de la consideración de la naturaleza de la Iglesia Católica, es claro que no puede haber una confusión más seria. 
 

Lo cierto es que el éxito del concilio ecuménico depende realmente de la eficacia y ardor de las oraciones de los fieles. Existe una actividad que Nuestro Señor ha prometido claramente al magisterium de la Iglesia Católica. El poder supremo de magisterio del reino de Dios sobre la tierra va a ser protegido para que no enseñe el error mientras hable sobre fe y costumbres a toda la Iglesia de Dios en este mundo y lo haga de manera definitiva. En otras palabras, la inhabitación del Espíritu Santo va a enseñar y guiar al magisterium eclesiástico cuando hable de manera definitiva a la Iglesia universal de Dios sobre la tierra, de forma tal que este magisterium (sea el Soberano Pontífice hablando ex cathedra o el mismo Soberano Pontífice hablando con los obispos residenciales de toda la Iglesia unidos a él, dispersos en sus diócesis a través del mundo o reunidos en un concilio ecuménico), va a enseñar y definir la doctrina de la iglesia con precisión. 
 

Así, pues, no hace falta preocuparse por la posibilidad de algún error que surja del concilio ecuménico. Está completamente más allá de los límites de la posibilidad que el concilio ecuménico proclame y que el Romano Pontífice confirme y promulgue como enseñanza de un concilio ecuménico cualquier doctrina que difiera con la enseñanza de Dios que nos ha sido dada por medio de Jesucristo Nuestro Señor. Nunca va a suceder que los decretos del Concilio Vaticano II tengan que ser corregidos, sea positiva o negativamente. Y, precisamente de la misma manera, no existe posibilidad alguna que el Concilio Vaticano II se ponga a corregir o comparar cualesquiera decretos de los concilios ecuménicos anteriores ni, de hecho, ninguno de los pronunciamientos ex cathedra del Romano Pontífice, sea que hayan sido hechos por medio de la actividad doctrinal solemne u ordinaria del Obispo de Roma. 
 

Estamos rezando, de todas maneras, pare que el próximo concilio sea exitoso, lo cual implica mucho más que el pronunciamiento infalible del mensaje salvador de Jesucristo. Implica lo que podríamos llamar la declaración apropiada del mensaje divino. Exige un pronunciamiento de las verdades que forman parte integral de la doctrina Católica y que están sujetas a un ataque particularmente agresivo en nuestros días. A fin de ser exitoso, para cumplir el fin para el cual ha sido convocado, el concilio ecuménico debe hablar efectivamente y con precisión en contra de las aberraciones doctrinales que están poniendo en peligro la fe, y por lo tanto toda la vida espiritual de los fieles al momento en que el concilio está sesionando. Además, en el campo disciplinario, es imposible que un concilio ecuménico obtenga su fin a menos que establezca reglas y directivas que tiendan a obtener los siguientes objetivos: primero, estos decretos disciplinarios deben ser de tal manera que faciliten a los fieles en estado de amistad con Dios avanzar en su amor. Segundo, deben ser de tal forma que hagan más fácil para los que son miembros de la Iglesia y no viven la vida de la gracia, que vuelvan a la amistad de Dios. Y por último, deben ayudar a la conversión de los no-Católicos a la única y verdadera Iglesia de Jesucristo.

  

Los Decretos Doctrinales

 

Al emitir estos decretos doctrinales, es decir, al definir una doctrina de fe y costumbres que debe ser tenida por todos como de fe divina o al menso como cierta bajo pena de pecado contra Dios, el concilio ecuménico debe ser guiado por las normas de la virtud de la prudencia. Claramente que el concilio ecuménico no es ni será convocado para promulgar un resumen de la fe Católica. Está obligado y siempre lo ha estado a enfatizar esos puntos particulares de la doctrina Cristiana que son cuestionados o negados más eficazmente al momento en que se reúne el concilio. Además, debe mirar hacia el futuro. Debe intentar visualizar las dificultades en los caminos de la fe que han de ser, o al menos parecen ser, los más poderosos contra la vida Cristiana en el futuro inmediato. Y el concilio está obligado a hablar sobre estos puntos, afirmar la doctrina divina de la Iglesia de forma clara y poderosa, si ha de cumplir el fin para el cual fue convocado. Sin dudas el concilio no será exitoso desde el punto de vista doctrinal si se contenta con la afirmación de porciones del mensaje Cristiano que no son puestos en duda, y permite que errores que molestan y amenazan la fe de los miembros de la Iglesia no sean discutidos. 
 

A propósito, hay que notar que no hay absolutamente ninguna diferencia que las afirmaciones doctrinales del concilio ecuménico sean expresadas de manera positiva o negativa. Una enseñanza es presentada positivamente cuando la verdad es afirmada directamente y negativamente cuando se condena el error o la herejía que contradice a esta verdad. En cualquier caso la tarea está cumplida. Se le hace saber al pueblo de Dios que esta verdad forma parte del mensaje Cristiano, y que cualquier contradicción con esta afirmación, o incluso una duda en aceptarla con un asentimiento completamente cierto, es sin dudas una ofensa a Dios. 
 

En la gran cantidad de material sobre el próximo concilio, aparecido en los libros y periódicos Católicos, ocasionalmente ha habido expresiones de esperanza que el Concilio Vaticano II se abstenga de condenar cualquier aberración doctrinal, y que se contente con una afirmación positiva del dogma Católico. Es obvio que los autores de semejantes expresiones no se dan cuenta del hecho de que, en última instancia, cualquier afirmación positiva de una verdad por parte de un órgano doctrinal auténtico definitivamente debe constituir una condena de cualquier oposición a esa verdad. Los mismos efectos se producen sea que el concilio hable afirmando la doctrina salvadora de Cristo o condenando los errores que se le oponen. 
 

Ahora bien, la afirmación efectiva y oportuna del mensaje salvador de Cristo de ninguna manera implica que vaya a ser agradable a todos los Católicos o incluso a todos los Católicos inteligentes. Si miramos hacia atrás en la historia de la Iglesia Católica para ver qué Concilios fueron los más exitosos, encontramos que sin dudas el más importante de estas asambleas, el primer concilio ecuménico de Nicea fue incesantemente resistido por los miembros más importantes y poderosos de la Iglesia durante casi cincuenta años después del cierre de esa asamblea. Hombres como San Atanasio y San Hilario muy a menudo fueron tenidos como cazadores de herejías o como agitadores cuando insistían en la aceptación de la enseñanza del concilio. Otras asambleas, que hubieran tenido el status de concilios ecuménicos si no hubieran carecido de la aprobación de la Santa Sede, estaban siempre dispuestas a ofrecer un sustituto más o menos plausible a la enseñanza de Nicea. La parte del mundo Católico que intentaba conformarse siempre con los enemigos de Cristo estaba dispuesta a decir casi cualquier cosa sobre el Hijo de Dios, excepto que es verdaderamente consubstancial con el Padre.
 

El más exitoso de los Concilios no tuvo como intención, y ciertamente no consiguió, un inmediato acuerdo de voluntades de todas las facciones dentro del mundo Cristiano. La reunión fue tremendamente exitosa, en última instancia, como concilio ecuménico precisamente porque, en el campo doctrinal, habló con fuerza sobre el punto entonces controvertido dentro de la Iglesia Católica. Ese punto era uno sobre el cual dependían completamente la pureza y la integridad de la fe Cristiana. Nadie podía sostener la enseñanza de Dios con un acto de fe divina si negaba que el Hijo de Dios, el Verbo en el cual fueron creadas todas las cosas, era consustancial con el Padre.
 

Los Padres del Concilio podrían haber pasado por alto este tema. Sabían perfectamente bien que dentro de la Iglesia había miembros muy respetables que defendían ambas posturas. Pero el Concilio tuvo la fortaleza y sobre todo la prudencia de abordar este problema particular. Tomó su decisión, estableciendo, no una doctrina que el Concilio acababa de inventar, sino el significado que desde los mismos comienzos había estado formalmente contenido en el depósito de la revelación pública divina confiado a la Iglesia militante del nuevo Testamento. Y la fe de los miembros de la Iglesia fue protegida y preservada por ese acto de coraje y prudencia. 
 

Prácticamente lo mismo se puede decir de las actividades del Concilio Vaticano I. En los problemáticos tiempos en los que fue convocado, ciertamente que podría haber parecido más correcto a algunas personas pasar por alto los temas que dividían entonces al pueblo Católico. Pero, en su prudencia y coraje, se propuso enseñar la doctrina Católica sobre la fe y la razón, y nos dio la inigualable constitución Dei Filius. Las enseñanzas fundamentales del Syllabus fueron propuestas formal y solemnemente como decreto de un gran concilio ecuménico. 
 

Además, había muchas razones, desde el punto de vista de la falsa prudencia, para evitar cualquier mención sobre el tema candente de la infalibilidad papal. Ciertamente que había muchos Católicos muy prominentes que se oponían vehementemente a la definición del dogma por parte del Concilio. Algunos de estos individuos negaban la doctrina misma, mientras que otros afirmaban que la definición por parte del Concilio sería completamente inoportuna. No hay dudas que si el Soberano Pontífice y el Concilio hubieran seguido la senda de la timidez, y esperado un concilio que hubiera sido exitoso en el mero sentido de no ofender a las personas importantes de este mundo, la cuestión de la infalibilidad papal no se hubiera planteado en absoluto. Y así se le hubiera hecho un serio daño al pueblo de Dios. 
 

Si el Concilio Vaticano I no hubiera definido el dogma de la infalibilidad papal, algunos escritores Católicos, sin dudas teológicamente no muy versados, pero aún así influyentes, hubieran justificado su rechazo a las enseñanza ex cathedra del Romano Pontífice diciendo que la infalibilidad del Papa no puede ser considerada seriamente como de fide o como cierta dado que se había discutido definirla en el concilio ecuménico, el cual, de hecho, rechazó tener nada que ver con esta doctrina. El pueblo de Dios hubiera sido engañado con respecto al lugar del papado en la vida doctrinal de la Iglesia. Y, en última instancia, el concilio, como así también las otras asambleas, hubiera fracasado en obtener el fin para el cual fue, básicamente, convocado. 
 

No debemos perder de vista el hecho de que, en cada caso, aunque obviamente de manera diferente, cada concilio ecuménico es llamado para ayudar a alcanzar el fin de la Iglesia, que es la gloria de Dios por medio de la salvación y santificación de los hombres. Este objetivo no se va a obtener fuera de la verdadera vida de la fe sobrenatural. Y, por lo tanto, es sin dudas tarea del concilio asegurarse que, en la medida de lo posible, se reduzcan lo más que se pueda las dificultades con respecto a la fe por medio de la enseñanza del concilio. Y, en sentido positivo, se espera que el concilio actúe y enseñe de tal forma  que, a través de su trabajo, el pueblo de Dios pueda creer el mensaje divino incluso más firme, enérgica y explícitamente. Además, como resultado de las actividades del concilio, se debería despejar el camino para la conversión a la verdadera fe y a la verdadera Iglesia. 
 

Podemos muy bien preguntarnos si hay muchas cuestiones doctrinales sobre las que se espera que hable el Concilio Vaticano II. En primer lugar, por supuesto, es un tema que tiene que decidir el Romano Pontífice y el concilio bajo su dirección. Pero ciertamente que sería muy sorprendente si no sucediera así. El Papa Pío XII, y antes que él San Pío X, fueron llamados para señalar y condenar aberraciones doctrinales muy serias que amenazaban, en sus épocas, la pureza e integridad de la fe Católica. Sería muy sorprendente si en nuestro tiempo no existieran esos temas sobre los cuales el Concilio se viera obligado, en razón de la prudencia y por el bienestar espiritual del pueblo Cristiano, a decretar pronunciamientos definitivos y claros. 
 

Ciertamente que la prensa mundial va a seguir los acontecimientos del concilio con mucha atención. Muy probablemente la prensa secular, y la parte más liberal y desinformada de la prensa Católica, va a estar preparada para emitir juicios solemnes sobre lo que la “opinión del mundo” pueda concebir como éxito o fracaso de los diversos pronunciamientos del concilio. El Católico leal y educado deberá estar pronto para tomar semejantes evaluaciones por lo que valen. 
 

Sin dudas que el concilio no va a ser juzgado por lo que la prensa seglar o la prensa Católica liberal y desinformada va a decir. Además, en ningún modo va a ser un fracaso incluso si algunas de sus decisiones resultan ser completamente diversas de los deseos y tendencias de muchos grupos poderosos y articulados, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Hablando ahora simplemente sobre las actividades dentro del campo doctrinal, sólo existe una forma de medir el éxito de las actividades de este nuevo concilio: va a ser exitoso para siempre si  y en la medida en que contribuya a la obtención del fin de la misma Iglesia Católica. 
 

Debemos saber que de ninguna manera el éxito del concilio va a depender de la obtención más o menos inmediata de lo que ha sido llamado los fines ecumenistas de esta reunión. Ciertamente, se debe esperar que, como resultado de la clarificación de la doctrina Católica producida en las constituciones doctrinales del próximo concilio, muchos de los que ahora no son miembros de la Iglesia Católica puedan ser movidos a buscar la membrecía dentro de ella. Pero sin dudas que el concilio no llegará a un compromiso con ninguna de las posiciones doctrinales de los no-Católicos o con lo que podría llamarse la posición común doctrinal de los Cristianos no-Católicos, de forma de unirse con aquellos que no están incluídos ahora entre sus miembros. No va a permitir que las personas sean miembros de la verdadera Iglesia si rechazan profesar su creencia en la Inmaculada Concepción o en la Asunción de Nuestra Señora, si rechazan aceptar el primado de jurisdicción del Santo Padre o su infalibilidad doctrinal cuando habla ex cathedra, o si sostienen las doctrinas que San Pío X condenó como afirmaciones de la herejía modernista. La Iglesia Católica no va a adoptar una posición de un Cristianismo no-doctrinal, ni siquiera para que los que ahora no son sus miembros, lo sean. 
 

Lo que sin dudas se le va a pedir al concilio va a ser el ejercicio de lo que Santo Tomás llamaba “prudentia regnativa[1]. No debemos perder de vista el hecho de que la actividad doctrinal dentro de la Iglesia Católica es parte de su trabajo de regir al pueblo de Dios y de dirigirlos hacia el fin establecido para la Iglesia por su divino Fundador. Cuando la Iglesia enseña, como va a hacer en el concilio, sus afirmaciones doctrinales son declaraciones que los súbditos de la Iglesia están obligados a aceptar, al menos como doctrinas ciertas. Va a ser la obligación de los Padres del concilio, y del concilio tomado como un todo, enseñar de tal forma que llame la atención al pueblo de Dios de manera clara y precisa aquellas doctrinas de fe que están más en peligro por las actividades de los enemigos de Cristo en nuestros tiempos.

  

Las Leyes y las Directivas

 

Si se requiere la prudencia para el éxito del concilio en sus actividades doctrinales, es mucho más necesaria para las partes mucho más amplias de las actividades del concilio que no tienen ninguna relación directa con la doctrina. Hemos oído muchas veces que el concilio va a pretender mostrar dentro de la Iglesia su inmaculada pureza y belleza. Sabemos que se espera que, como resultado de esta reunión, la santidad de la Iglesia de Jesucristo pueda brillar más claramente y que, por lo tanto, quienes no son favorecidos ahora con la membrecía en la Iglesia puedan ser atraídos más efectivamente hacia el único y verdadero reino de Dios sobre la tierra. 
 

Es bastante obvio que el aumento de la santidad visible de la Iglesia, que se espera surja como resultado de las actividades del concilio, va a consistir en nada más y nada menos que en la manifestación de un aumento de santidad en los miembros de la Iglesia. Ahora bien, es claro que el concilio, que no puede hacer más que enseñar y legislar para el pueblo de Dios, no puede producir directamente entre los fieles un aumento de santidad. El concilio no puede hacer que los fieles que no están en estado de gracia sean reconciliados con Dios. No puede causar directamente, por medio de su actividad, ningún aumento del fervor o de la intensidad de la vida de la gracia de parte de los fieles que ya viven en la amistad de Dios. De aquí se sigue claramente que este resultado que se espera de alguna manera de parte de las actividades del concilio Vaticano II, no pueden ser producidas directamente por ninguna de las actividades del concilio. 
 

Lo único que el concilio puede hacer es enseñar y sobre todo legislar y dirigir de tal forma que, como resultado de sus actividades, el fiel sea movido a trabajar por una unión más íntima con Dios y que aquellos que no son favorecidos con la membrecía en la Iglesia, sean capaces de ver incluso más claramente que la Iglesia Católica visible que existe actualmente es verdaderamente el único reino sobrenatural de Dios sobre la tierra. Y es muy obvio que esta clase de actividad legislativa y directiva va a requerir de parte de los Padres del concilio y del concilio tomado como un todo, una completa dosis de prudencia sobrenatural. 
 

Lo que el concilio tenga que decir sobre la moral va a estar relacionado, por supuesto, con la actividad doctrinal de la Iglesia Católica. La actividad propiamente legislativa o directiva del concilio va a tener que ver con el campo litúrgico u organizado. El concilio puede ser llamado a alcanzar su objetivo emitiendo nuevos decretos sobre la liturgia de la Iglesia, o sobre el lugar del laico, del sacerdote y del obispo en la organización del trabajo en el Cuerpo Místico de Cristo. 
 

Dentro de estas áreas el concilio va a ser libre en decidir sobre cualquier cosa que no vaya contra la divina constitución y el divino mensaje de la Iglesia Católica. Por consiguiente, el concilio puede cambiar el contenido del breviario, puede cambiar muchas cosas del ritual de la Misa y puede, por supuesto, señalar tareas que puedan realizar en el futuro los laicos, los miembros de las comunidades religiosas y los obispos por el bien de la Iglesia Católica. 
 

Pero al redactar estas regulaciones, el concilio Vaticano II ciertamente deberá emplear la mayor prudencia. Ciertamente deberá evitar la actitud de aquellos desafortunados Católicos que parecen imaginarse que cualquier cambio en la liturgia o en la organización de la Iglesia es deseable simplemente para que haya cambios. Y, de la misma manera, deberá evitar ceder a los deseos de aquellos que no quieren absolutamente ningún cambio. A propósito, debemos admitir que estos últimos son muchos menos y son menos explícitos en la Iglesia que las personas que parecen inclinados al cambio por el cambio mismo. 
 

Al redactar su legislación y al emitir sus directivas, el concilio va a estar haciendo una obra de prudencia Cristiana. Cualquier acción que se tome va a ser adoptada con la esperanza de que va a ayudar al pueblo de Dios a creer más firme y contundentemente en Dios, y a amarlo más adecuada y eficazmente. Sólo puede elegir los medios que considera más aptos para la obtención de su objetivo. 
 

De ninguna manera es automáticamente cierto que el concilio va a ser exitoso, hablando desde el punto de vista de la prudencia sobrenatural. Sin dudas se puede asumir que aquellos que sean llamados a enseñar y legislar en el concilio claramente van a hacer todo lo posible por la Iglesia y la gloria de Dios. Es obvio que van a intentar presentar una enseñanza y legislación que ayuden al pueblo de Dios a vivir la vida de la santidad Cristiana más efectiva y completamente y que va a volver a llamar a la vida de la gracia a aquellos que han tenido la desgracia de vivir en un estado de aversión a Dios. Pero de ninguna manera es automáticamente cierto que el concilio va a encontrar la prudente solución al problema de lo que hay que enseñar y legislar. De todas formas, está perfectamente claro que debe haber una gran cantidad de rigurosa labor en la preparación de las constituciones doctrinales y disciplinares que el concilio va eventualmente a exponer. Es tan cierto como que el éxito del concilio no va a lograrse sin las oraciones de los fieles. 
 

Se les debe enseñar a las personas a que vean en el concilio un organismo que necesita de sus oraciones. Sin dudas, es algo que trabaja para el bien de la misma Iglesia, y por lo tanto para el bienestar espiritual de todos sus miembros. Busca la salvación de los que todavía no tienen el privilegio de ser miembros de la Iglesia influyendo en ellos para que acepten las verdades de la fe Católica y para que entren en la única Iglesia verdadera. Busca proteger la fe del pueblo de Dios en contra de los errores que amenazan la pureza e integridad de esa fe en nuestros tiempos. Pero, en último término, es un organismo que confía en el amor y las oraciones del pueblo Cristiano para alcanzar su objetivo. 
 

Es imprescindible que el concilio enfrente los problemas de nuestro tiempo con toda la firmeza de la prudencia sobrenatural. Nunca, en la historia de la Iglesia militante del nuevo Testamento, fue tan necesario que el Reino de Dios sobre la tierra tenga que controlar las fuerzas de este mundo. Es my obvio que ha habido más cambios en la cultura material del mundo desde el Concilio Vaticano I que en cualquier otro momento de la historia de la raza humana. Es necesario que la Iglesia Católica sea capaz de enfrentar los desafíos y dificultades que este mundo tan cambiante de hoy en día manifiesta a la fe Cristiana y al Cuerpo Místico de Cristo. 
 

Sobre todo, es imprescindible que sea exitosamente vencido el desorientador diluvio de escritos sobre el concilio que representa a esta reunión como teniendo en cuenta en primer lugar la unión de los Católicos con los cuerpos religiosos Cristianos no-Católicos. No hay que olvidar que el fin del concilio es el del sacerdote y los fieles en el ofrecimiento de la Misa. La primera petición en el Canon de la Misa es una oración a Dios para que reciba y bendiga los dones que “en primer lugar ofrecemos por vuestra santa Iglesia Católica para que os dignéis darle la paz, guardarla, unirla y gobernarla en toda la redondez de la tierra”. En el concilio, la Iglesia busca la gloria de Dios. Pero a este objetivo no lo busca intentando encontrar un fundamento para la unidad con los diversos grupos Cristianos no-Católicos sino por medio del orden interno de la Iglesia y por una exposición más efectiva de su mensaje divino. 
 

Hablando absolutamente, es posible que el concilio pueda actuar sin la plenitud de la prudencia sobrenatural. Es posible que, visto en esa perspectiva, no sea un éxito. Pero si alcanza su objetivo (y Dios así lo disponga), será en razón de las constantes y ardientes oraciones de los sacerdotes y los fieles, que van a hacer así su parte gloriosa para el cumplimiento de la obra de Dios en el concilio.

 

Joseph Clifford Fenton

 

[1] Cf. Santo Tomás, Summa Theologica, II-II, p. 0, art. 1. La prudencia de la ecclesia discens, rezando por el éxito del concilio, caería bajo el tópico de la prudentia política. Cf. Ibid., art. 2.

“The Virtue of Prudence and the Success of the Second Ecumenical Vatican Council”, American Ecclesiastical Review 147 (Oct. 1962) pp. 255-265. 

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